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Octubre de 1937. En la tranquila población fronteriza de Elías Piña un extraño pájaro (o no se sabe muy bien qué) sobrevuela los campos y las casas dibujando una cruz con su sombra. La violencia y el miedo se adueñan de todos. Trujillo, el Jefe, caudillo y generalísimo dominicano, obsesionado por «blanquear» sus dominios, ha dado una sorprendente consigna: quien no sepa pronunciar en perfecto español la palabra «perejil» perderá la cabeza. El inofensivo condimento se convertirá en desencadenante de la masacre: la Operación Cabezas Haitianas.
Pero en Elías Piña nadie entiende qué significa esa frontera que divide artificialmente a un pueblo que siempre ha sido el mismo. Para ellos no hay fronteras, ni lenguas ni colores que los separen. Mulatos, negros, blancos viven, trabajan y aman aquí o allá. Cultivan sus tierras en Haití, trabajan en las azucareras de Santo Domingo, se divierten en las fiestas y compran en los mercados de uno u otro lado y hablan su propia lengua mestiza de español y francés; la lengua de las tierras mezcladas.
El mulato dominicano Pedro Álvarez Brito y la negra haitiana Adèle Benjamin viven allí en la plenitud de su amor. Pedro intenta enseñar a Adèle a pronunciar «perejil», pero la endiablada palabra se le enreda siempre, los sonidos se cruzan, se montan unos sobre otros. Adèle es demasiado negra para pronunciar el correcto «perejil».
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